Undécimo descubrimiento: «Encuentra lo que te gusta mirar y míralo»

Aquí os dejo con uno de los capítulos de «El mundo amarillo», uno de los capítulos que para mí resaltaron frente a los demás. Para aquél que no sepa nada sobre este libro, os dejo un un pequeño escrito sobre su argumento:

El mundo amarillo es un mundo fantástico que quiero compartir contigo. Es el mundo de los descubrimientos que hice durante diez años que estuve enfermo de cáncer. Es curioso, pero la fuerza, la vitalidad y los hallazgos que haces cuando estás enfermo sirven también cuando estás bien, en el día a día. […]

Albert Espinosa, El mundo amarillo

Había un niño de cinco años que ingresó en el hospital con cáncer de tibia. A veces venía con nosotros al sol. El sol era un lugar que habían habilitado al lado del aparcamiento; allí había una canasta de baloncesto y siempre daba el sol. Era complicado conseguir un pase de sol.

Tenías que portarte muy bien. Normalmente nos dejaban estar en el sol de cinco a siete. Me encantaba salir del hospital e ir al sol, hacía que me sintiera bien, sentía como si fuera de viaje a Nueva York; el contraste era enorme. Nos quedábamos esas dos horas tomando el sol, bronceándonos.

El chavalín a veces nos acompañaba. Pero él no se echaba a tomar el sol con el resto. Se quedaba de pie, con los ojos fijos en los coches que aparcaban. Si aparcaban bien, se volvía loco, se le ponían los ojos como platos, sonreía, reía y aplaudía escandalosamente. Si tardaban en aparcar o lo hacían con demasiadas maniobras, se ponía como una furia, se enfadaba y hasta había llegado a dar alguna patada a un coche.

No sé de dónde le venía esa pasión por los coches pero con el tiempo dejamos de tomar el sol y le mirábamos a él. Era un espectáculo digno de ver. Era pasional, inteligente, observador; era un enigma para nosotros.

Creo que no miraba coches, miraba movimientos, tiempos, giros, elegancia. Eso le volvía loco: las formas, la energía del giro, la dulzura de un buen aparcamiento.

A los pocos meses le detectaron metástasis en los dos pulmones. Aquel día bajamos al sol juntos. Él no tenía pase pero logramos colarlo con un pase falso que se había dejado un compañero.

Sabía que se lo pasaría bien mirando coches. Estuvimos casi las dos horas del sol mirando cómo aparcaban. Cuando volvíamos al hospital le pregunté: «¿Por qué te gusta tanto mirar coches, Marc?». Me miró y contestó: «¿Por qué os gusta tanto mirar el sol?». Yo le dije que no mirábamos el sol sino que el sol era lo que nos proporcionaba… que nos bronceábamos… que era agradable… que… La verdad es que no sabía por qué mirábamos el sol.

No juzgar; ésa fue la gran lección que aprendí ese día de aquel niño. El miraba coches y yo miraba soles. Yo me quedaba muy quieto y él se volvía loco con lo que veía. Seguro que sus coches le daban tanto como a mí me daba el sol: color, salud y felicidad. Supongo que ver aparcar te da cosas también. Lo importante no es qué miras, sino qué te transmite mirar.

Aquel día me enfurecí mucho, lloré tanto aquella noche… No deseaba que aquel niño muriese en unos meses. Aquel chaval, su mirada de las cosas tenía que sobrevivir, llegar a dirigir países, a liderar hombres. Algo había en su pasión que me encandilaba. No supe qué fue de él. Así que confío que esté donde esté siga mirando con pasión.

Ya no he vuelto a juzgar. Tan sólo a gozar con las pasiones ajenas. Tengo amigos que miran sonidos de pájaros, paredes y hasta ondas de móviles.

Encuentra lo que te gusta mirar y míralo.

 

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